¿Cuántas veces hemos escuchado la frase de una mujer haciendo (cualquier actividad) “en un mundo de hombres”? El hecho de que existan ámbitos dominados por la presencia masculina es solo un reflejo de la inequidad de oportunidades que ha existido históricamente. La política es uno de estos campos laborales en donde la falta representación femenina es más que evidente y como consecuencia, la normativa de género constituye un factor determinante hasta en los detalles más cotidianos como el qué se viste para hacer el trabajo. De acuerdo con la académica inglesa Mary Beard, “algunas de las mujeres que ‘la han armado’, no se rebajan a imitar los códigos masculinos” sino que tienen la capacidad de voltear aquellos símbolos que usualmente desempoderan a las mujeres a su favor.
En 1990, Margaret Thatcher se convirtió en la primera mujer con el cargo de primer ministro del Reino Unido y la cuarta en mundo en ostentar una jefatura de estado. El traje sastre fue su uniforme pero se distinguió del rebaño parlamentario haciendo del azul su color insignia, vinculado al partido conservador, del que formaba parte. Según explica su biógrafo, Charles Moore, “quería verse extremadamente bien y muy distinguida, pero ser convencional porque no quería causar conmoción”. Thatcher enfatizaba la feminidad a través de perlas, moños al cuello y broches. A pesar de su estilo sobrio, supo elevar la apuesta cuando la ocasión lo ameritaba y usar la moda como herramienta política. Por ejemplo, sus encuentros con la familia real o más puntualmente, su visita a Moscú en 1987 donde jugaba un papel clave para terminar con la Guerra fría y eligió vestir bajo la temática rusa. “Era extremadamente profesional y era muy profesional con su ropa” asegura Thomas Starzewzki, diseñador de moda.
