Recuerdo que estábamos en el consultorio y una vez confirmado el diagnóstico, lo primero que mamá preguntó fue: “¿Y cuándo iniciamos con el tratamiento?”. Siempre lo había sabido, no era la primera vez que la vida le ponía un gran desafío en el camino. Mamá es y será siempre la guerrera más valiente que he conocido. No había opción, ella iba a pelear hasta el final, como siempre, como todo en su vida, y nosotros haríamos lo mismo. Ya luego encontraríamos el momento para encabronarnos con la vida y ponernos a llorar.
Combatir la enfermedad implicó 155 quimioterapias, estudios, cirugías, hospitalizaciones y cientos de medicamentos que ayudaban a paliar el padecimiento. En nuestro caso, sabíamos –desde un inicio– el tamaño del “dragón” al que nos enfrentábamos, pero a mamá nunca le pasó por la cabeza no darlo todo en la lucha.
Y aquí es cuando me resuena una frase muy trillada y, para mí, muy absurda, “ganó –o perdió– la batalla”, al referirse a una persona aquejada de una enfermedad tan grave como el cáncer. Por ejemplo, ¿cómo le explicas a un bebé con un mal como este lo que significa luchar contra la enfermedad? No sé, me parece absurda esta manera de expresarse.
WTF, ¿de qué carajos hablan? Todos los que afrontan este padecimiento son unos campeones, solo que hay algunos que ni siquiera llegan a tener la oportunidad de un tratamiento, ya sea por falta de recursos o por lo avanzado de la enfermedad.
En el caso de mi madre, fueron dos años, siete meses y 19 días de esta lucha (en un principio, la expectativa de vida era de seis meses) y ella nunca se dio por vencida, siguió sus labores como directora del colegio y cumplió muchas de las etapas que anhelaba en su vida: convertirse en abuela, estar en la boda de su hija, despedir a su madre, ver comprometido a mi hermano, vivir con papá en su “casita de descanso” y hacer todo lo que se nos diera la gana. Ah, y de esto último me encargué yo.