Peggy Guggenheim es de esos personajes de los que ya se ha dicho tanto que es difícil decir más. Se han publicado libros de su vida, se han hecho documentales (el de Peggy Guggenheim: Art Addict, de Lisa Immordino Vreeland, la retrata perfectamente), ella misma publicó sus memorias, Confesiones de una adicta al arte, en las que revela íntimos detalles de su vida personal y hasta hoy, se siguen realizando exposiciones que honran sus aportaciones al arte moderno como coleccionista, mecenas y galerista.
Con su forma de ser, su manera tan distinta de ver las cosas y su carácter insolente –ese que hace diferentes a quienes tienen el poder de generar cambios– Peggy se abrió un lugar en el arte. Tenía una intuición natural para diferenciar el bueno del malo, y en pocas palabras, hizo de ese don su oficio. Sin ninguna educación formal, pero con Londres y París como maestras, en 1942 abrió The Art of This Century en Nueva York. Y en ese espacio empezó a hacer lo que hoy conocemos como instalaciones, muchas incluso más atractivas que las de los museos de la época.