Para entonces Peggy ya había vivido veinte años en Europa. Después de que su padre muriera en el Titanic, Marguerite –su verdadero nombre– heredó más de treinta millones de dólares, con los que empezó a cumplir sus caprichos artísticos. Tal vez lo tenía en la sangre por haber nacido en una familia de magnates –era sobrina del gran coleccionista y filántropo Solomon Guggenheim– pero fue ella quien no quiso conformarse con lo que el destino le tenía preparado. Decidió que no quería la vida burguesa y predecible que le esperaba en su ciudad y círculo social, por lo que cambió Nueva York por París, en donde se quedó más de veinte años. Podemos huir de un lugar, pero no de lo que somos. Peggy llegó a Francia para sumergirse en la revolución artística de sus barrios y así conoció a personajes como Wassily Kandinsky y Marcel Duchamp.

Para su primera galería Guggenheim-Jeune escogió Londres, la ciudad en la que en 1938 inauguró con un disruptivo show de desnudos de Jean Cocteau, y aunque solo estuvo abierta poco más de un año, fue el inicio de lo que lograría más adelante. En esos años se ganó su apodo de adicta al arte. Se propuso comprar un cuadro al día y formó una colección confiando en los artistas de las vanguardias en un momento en el que nadie lo hacía, hasta que la guerra la obligó a regresar a Estados Unidos. Es conocida la anécdota de haberle pedido al museo de Louvre que guardara sus obras y haber recibido como respuesta que no eran “lo suficientemente valiosas”. Pero Peggy se las arregló para trasladar en barco de un continente a otro piezas que si ella no hubiera rescatado, tal vez no hubieran sobrevivido.
